Hoy, durante la comida, platiqué con mi abuela acerca del pasado, y eso es lo que siempre platico con ella, sí, de la nostalgia que vive permanentemente en ella. Hace muchos, pero muchos años que llegó a México y por ahí podemos empezar.
Corría la década de 1930, y mientras ella estaba aquí, acostumbrándose a comer frutas y vegetales todo el año, a que le dijeran
güerita todo el tiempo y al verano "permanente" (considerando que vivió en Polonia antes), la Segunda Guerra Mundial se desató. Sin más detalles controversiales y polémicos, lo que mi abuela vivió desde México, no se lo deseo a nadie. Su familia más cercana estaba acá, pero muchos más se quedaron allá. ¿Cómo enterarse de quién estaba bien, a salvo, en otro lugar? No sólo eso; enfermos, sanos, nuevos padres, nuevos matrimonios. La comunicación intercontinental era casi imposible. El correo (¿el qué?, ah ya, es que no lo reconocí sin la
"e" del principio o sin electrónico al final) tomaba semanas, meses y nunca fue -sigue sin serlo- absolutamente confiable.
Después llegaron muchas maquinitas de las que hoy nos reímos: el primer
facsimile (del latín
fac simile: hacer una copia) que no era más que una máquina de escribir de esas de Ministerio Público conectada a una línea telefónica -y me dio flojera leer más de como funcionaba-, se acabó llamando
fax, hoy en día todavía se utilizan, pero, ¿para qué? si ya existen los escáners y el
e-mail con archivos adjuntos. Al mismo tiempo, las computadoras que ocupaban 50 metros cúbicos se redujeron a las llamadas "de escritorio". Los militares tenían una cosa rara llamada
intranet, por donde podían compartir datos, de una manera muy rudimentaria, de una locación a otra. Toda casa habitación contaba con teléfonos (sí, nos saltamos el telégrafo y todo eso), pero el alcance de uno de éstos dependía de cuantos metros de cable tenía enredados al auricular. ¿Se acuerdan de los de ruedita?, era horrible equivocarse en el quinto número.
En cosa de 20 años, todo es inalámbrico, satelital, celular y demás términos exóticos. Yo sí me acuerdo del
modem de 14,400 kbps, que fue duplicando su velocidad hasta llegar a la banda ancha de 1MB de transferencia garantizada.
Claro ejemplo de que todos somos "comunicólogos" me remonta al año 2005, (con todo respeto) a la muerte del Papa Juan Pablo II. No sólo contamos con la capacidad de enterarnos inmediatamente de lo que sucede en los lugares más recónditos del planeta, en esa ocasión, abusamos de ello y las transmisiones comenzaron ANTES de que el señor realmente muriera. ¡Qué gente!
No es mi intención criticar a la prensa (con todo y la parte que me llevo), si no hacer notar la capacidad de comunicarse inmediatamente.
El que en 2009 no tiene -al menos- un teléfono móvil, o es un
hippie, o de plano no quiere progresar. Al que en 2009 se le olvida su móvil en casa, pasa el peor día de su vida. No bastó con poder comunicarnos en casi cualquier parte del mundo vía telefónica, sin restricciones y cada vez más barato, ahora ya la gente disfruta estar conectada a su oficina
24/7. En serio, ¡Qué gente!
La sobrecomunicación tiene un efecto inmenso en la sociedad. El que no tiene su
Blackberry,
iPhone, o demás
touchs,
berries,
sidekicks, etcétera, es un antisocial.
Soy un antisocial, porque apago mi teléfono en las noches, porque me gusta mucho hacer eso que se hace en las noches:
dormir.
Claro, la evolución continuó, y la era digital alcanzó a los diarios, claro ejemplo, este
blog,
twitter,
Google...mmm...todo: calendar, business, office, market,
blah, blah, blah.
Equipo necesario para sobrevivir un día laboral: Un café bien cargado que le pedí a un interfono, conmutador con 10 líneas, conectado a módulos (porque ya no son teléfonos) receptores de 6 GHz, computadora de escritorio, conectada a un disco duro externo de 500GB (mínimo), conectado a la
laptop en red para transferir archivos para llevarlos a casa,
Firefox, con múltiples
tabs abiertas: correo electrónico (a veces las cuentas juntas, a veces cada cuenta por separado), blog,
Twitter,
Facebook,
Wikipedia,
Youtube -ahora en HD-, la del banco, la de los jueguitos para la hora nalga, BBC, CNN, MSNBC, y claro, el
Adium para tener mis cuatro cuentas con las que puedo chatear al mismo tiempo habilitadas, celular, cargador, USB,
flash drive,
mouse inalámbrico, lector de tarjetas, cámara digital, reproductor MP3 conectado al disco duro, conectado a ambas computadoras para tener un doble respaldo de la información mientras se descargan en vivo mis videos favoritos del día, bocinas con
Bluetooth para poder escuchar la música que está siendo sincronizada a todos lados. Todo en red, todo inalámbrico, todo en banda ancha, todo funcionando en sincronía con todo lo demás (menos el café, ese no lo queremos cerca de ningún aparato electrónico, al menos que sea la cafetera) y todo sin interrupciones ni fallas. ¿Algo más?
El día que una oficina se queda sin red, adiós trabajo, el día que un servidor cae, adiós productividad.
El día que mi abuela llegó a México, había que llamar a la operadora, darle tres números y te "enchufaba" para poder hablar con una persona REAL.
Hace unas semanas, que estaba en Acapulco, tomé una foto al atardecer con mi Nextel, le piqué a
PTS (push to send) y le llegó a la flaca -te quiero flacaaaaaa-, quien se murió de envidia. Ella pudo haberme enviado una foto de regreso con su cara roja de coraje, un SMS con un saludo no tan bonito para mi mamá, o cualquiera de las otras 50 opciones de comunicación inmediata por la que no tenía que moverse más de tres metros de donde quiera que haya estado en ese momento.
Vivo en un país tercermundista y aún así, cuento con todo esto. ¿Qué sigue? Todos somos comunicólogos, todos somos especialistas y todos estamos conectados a algo, claro, sin cables.